sábado, 17 de julio de 2010

LAS MUERTAS

Olga Harmony
El teatro El Milagro, la parte más evidente del excelente grupo del mismo nombre, sigue consolidándose como un espacio escénico en que se pueden disfrutar propuestas –algunas más logradas que otras– que no siguen los lineamientos del teatro comercial, sino antes bien, buscan explorar otras alternativas que cada vez resultan más atractivas a los espectadores. Y ya que estoy en esto, me gustaría preguntar tanto a Pablo Moya, Daniel Giménez Cacho, Gabriel Pascal y David Olguín –responsables de El Milagro– como a Consuelo Sáizar, la directora de Conaculta, la razón de que ya no se vean más las coediciones entre la institución y la empresa teatral, toda vez que los últimos números que se me han hecho llegar aparecen coeditados con la Universidad Autónoma de Nuevo León y, aunque la excelencia de contenido y presentación no se han perdido y la universidad nuevoleonesa goza de merecido prestigio, algunos tememos que el consejo vaya abdicando cada vez más de las funciones para las que fue fundado, ya que se me ocurre que apoyar la edición y difusión de libros teatrales y cinematográficos pueda ser una de ellas. Que el lector me perdone la digresión, pero en estos tiempos se vive con el Jesús en la boca en lo que respecta a educación y cultura (y a todo lo demás).
Martín Acosta aprovecha este escenario para presentar su versión dramática y escénica de Las muertas, la novela homónima que Jorge Ibargüengoitia publicó en 1977 basada en el terrible caso de nota roja de las llamadas Poquianchis, las hermanas Delfina, Eva y María de Jesús, lenonas guanajuatenses que en los años 50 y principios de los 60 del siglo pasado esclavizaban, a sus pupilas, casi no les daban de comer y las mataban si estaban enfermas o demasiado viejas y gastadas para atender a la clientela. El suceso, pleno de escalofriantes detalles, dio lugar a libros y películas, lo mismo que a sesudos análisis de la conducta criminal, pero Ibargüengoitia en su novela prefiere la sobriedad narrativa casi documental, aunque plagada de humor que pone de relieve lo que interesaba al autor, la doble moral y la hipocresía de su tierra natal. Acosta, guanajuatense como el novelista, sin duda se sintió atraído por esto para realizar una de sus adaptaciones de textos no dramáticos y también por la estructura de muchas voces narrativas de la novela y que en la dramaturgia se acentúa. Como por otra parte, en escena se agudizan las grandes ironías, como es la de que las hermanas lenonas castigan a las prostitutas de la misma manera que las monjas han castigado, si es que no lo hacen ya, a las niñas de colegios e internados.
En el laboratorio de Teatro de Arena trabajó esta vez con egresadas y egresados de Cazazul, la escuela teatral de Argos (Itxel Amador, Zaira Ballesteros, Gisel Casas, Emmanuel Cebreros, Daniela García, Dense Farjat, Gimena Gómez, Joaquín Herrera, Estefanía Martínez. Diana Medrano, Saúl Mercado, Gerardo Miranda, Adriana Montes de Oca, Norma Mora, Édgar Salas, Diana Torres y Paola Torres Rico), sin duda demasiado jóvenes para sus roles, que algunos dobletean, pero que encarnan con acierto. El espacio vacío del principio, con sólo la mesa y el par sillas al fondo del ministerio público que luego se convierte en lugar en que comen Serafina y Simón Corona –antes de partir en un coche que se representa con uno de juguete– en diseño del director, de Mario Marín del Río y de Martha Benítez, se llena con sillas y mesas de cerveza Corona para ser el cabaret de la primera parte, con su balcón en el que se da el grito de Independencia, en franca parodia del que ofrece el alcalde. La coreografía de Ichi Balmori, la iluminación de Martha Benítez y el vestuario de Mario Marín del Río replican el falso esplendor de un cabaret de provincia, mientras que la dirección de Martín juega todo el tiempo con los movimientos de conjunto.
En la segunda parte, las mesas forman un rectángulo con un hueco en el centro. Casi todo el tiempo es en ese hueco en donde se apersonarán los actores para decir sus breves parlamentos, con las mujeres tiradas en el piso, con las patas de las mesas como simbólicos barrotes. Nunca vemos una escena de sangre y de violencia que sólo son verbalizadas y las muertas del final, que aparecieron en réplica de la famosa foto de Poquianchis y sus víctimas, marcharán con una fantasmagórica bandera mexicana en cruel ironía de lo que ocurre en la nación.
NOTA: El presente texto es copiado del diario La Jornada